viernes, 11 de noviembre de 2016

Vale la pena asegurarnos los bienes definitivos, y no quedarnos encandilados por los que sólo valen aquí abajo. Sería una lástima que, en el examen final, tuviéramos que lamentarnos de que hemos perdido el tiempo...





Evangelio según san Lucas, 17,26-37. 
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Como sucedió en los días de Noé, así será también en los días del Hijo del hombre: comían, bebían y se casaban, hasta el día que Noé entró en el arca; entonces llegó el diluvio y acabó con todos. Lo mismo sucedió en tiempos de Lot: comían, bebían, compraban, vendían, sembraban, construían; pero el día que Lot salió de Sodoma, llovió fuego y azufre del cielo y acabó con todos. Así sucederá el día que se manifieste el Hijo del hombre. Aquel día, si uno está en la azotea y tiene sus cosas en casa, que no baje por ellas; si uno está en el campo, que no vuelva. Acordaos de la mujer de Lot. El que pretenda guardarse su vida la perderá; y el que la pierda la recobrará. Os digo esto: aquella noche estarán dos en una cama: a uno se lo llevarán y al otro lo dejarán; estarán dos moliendo juntas: a una se la llevarán y a la otra la dejarán.» Ellos le preguntaron: -«¿Dónde, Señor?» Él contestó: -«Donde se reúnen los buitres, allí está el cuerpo.»

Comentario:
3.- Lc 17,26-37. Si ayer nos anunciaba Jesús que el Reino es imprevisible, hoy refuerza su afirmación comparando su venida a la del diluvio en tiempos de Noé y al castigo de Sodoma en los de Lot. El diluvio sorprendió a la mayoría de las personas muy entretenidas en sus comidas y fiestas. El fuego que cayó sobre Sodoma encontró a sus habitantes muy ocupados en sus proyectos. No estaban preparados. Así sucederá al final de los tiempos. ¿Dónde? (otra pregunta de curiosidad): "donde está el cadáver se reunirán los buitres", o sea, en cualquier sitio donde estemos, allí será el encuentro definitivo con el juicio de Dios.

Lo que Jesús dice del final de la historia, con la llegada del Reino universal podemos aplicarlo al final de cada uno de nosotros, al momento de nuestra muerte, y también a esas gracias y momentos de salvación que se suceden en nuestra vida de cada día. Otras veces puso Jesús el ejemplo del ladrón que no avisa cuándo entrará en la casa, y el del dueño, que puede llegar a cualquier hora de la noche, y el del novio que, cuando va a iniciar su boda, llama a las muchachas que tengan preparada su lámpara. Estamos terminando el año litúrgico. Estas lecturas son un aviso para que siempre estemos preparados, vigilantes, mirando con seriedad hacia el futuro, que es cosa de sabios. Porque la vida es precaria y todos nosotros, muy caducos. Vale la pena asegurarnos los bienes definitivos, y no quedarnos encandilados por los que sólo valen aquí abajo. Sería una lástima que, en el examen final, tuviéramos que lamentarnos de que hemos perdido el tiempo, al comprobar que los criterios de Cristo son diferentes de los de este mundo: "el que pretenda guardarse su vida, la perderá, y el que la pierda, la recobrará". La seriedad de la vida va unida a una gozosa confianza, porque ese Jesús al que recibimos con fe en la Eucaristía es el que será nuestro Juez como Hijo del Hombre, y él nos ha asegurado: "el que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día" (J. Aldazábal).

A medida que el año litúrgico se acerca a su fin, nuestro pensamiento se orienta también hacia una reflexión sobre el «fin» de todas las cosas. «Todo lo que se acaba es corto». A medida que Jesús subía hacia Jerusalén, su pensamiento se orientaba hacia el último fin. Cada vez que a algo le llega «su fin», deberíamos ver en ello un anuncio y una advertencia. Cuando muere uno de nosotros, es un anuncio de nuestra propia muerte... Cuando arde un gran inmueble es un signo de la profunda fragilidad de todas las cosas... Cuando un maremoto se lleva todas las gentes de un poblado, es el signo brutal de lo que pasa todos los días, en el fondo, y que acabamos por no ver... Cuando un accidente de coche causa la muerte a toda una familia es lo que, por desgracia, el tiempo -dentro de veinte, de cincuenta años- habrá hecho también. En la lectura de hoy, Jesús nos propondrá que descifremos tres hechos históricos que considera símbolos de todo «Fin»: el diluvio... la destrucción de una ciudad entera, Sodoma... la ruina de Jerusalén...

-En tiempo de Noé...En tiempo de Lot... Lo mismo sucederá el día que el Hijo del hombre se revelará... En nuestro tiempo... Una salida de fin de semana... o bien en primavera... o durante el trabajo... o en plenas vacaciones...

-Comían... Bebían... Se casaban... Compraban... Vendían... Sembraban... Construían... ¡Mirad! ¡Todo marcha bien! La vida sigue su curso normal. Estamos en una sociedad de «consumo»... de «producción»..., como decimos hoy. El hambre, la sed, el sexo, la afición por los negocios, quedan satisfechos. Comidas. Comercio. Trabajo. Amor. Tarea. Dormir. Y se llega a no ver nada más allá de todo esto. Muchos afirman hoy «no haber nada después de la muerte». Otros afirman que «ante la muerte piensan, sobre todo, en disfrutar al máximo de los placeres de la vida». Sin encuesta científica, Jesús ya había observado en su época, ese mismo frenesí de «vivir», esa despreocupación bastante generalizada.

-Entonces llegó el diluvio, y perecieron todos... Pero el día que Lot salió de Sodoma llovió fuego y azufre del cielo y perecieron todos... La vida no es una bagatela, una excursión placentera, una «diversión» agradable, como dice Pascal. Gravita una amenaza que, en la boca de Jesús, se repite como un refrán: «y perecieron todos...» Jesús evoca dos elementos -el agua y el fuego- que permiten al hombre darse cuenta de su pequeñez y experimentar su impotencia: ante la inundación y el incendio, todos los medios de defensa son a menudo bastante irrisorios, a pesar de los esfuerzos realizados.

-Aquel día, si uno está en la azotea y tiene sus cosas en casa, que no baje por ellas. Jesús evoca un peligro de tal modo inminente, urgente, «que no puede perderse ni un minuto» ¡Inútil ir a buscar el equipaje! Hay que partir con las manos vacías, huir, salvarse.

-Aquella noche estarán dos en una cama, a uno se lo llevarán y al otro lo dejarán. Jesús sigue repitiendo que hay que estar «siempre a punto». El lugar y la hora se desconocen: una sola cosa es cierta, ninguno de nosotros se escapará. «Dios mío, ¿será esta noche?», canta el Padre Duval. Cada día es el día del juicio (Noel Quesson).

El juicio se desvela en forma de sorpresa (17, 26-32). Como en tiempos de Lot y de Noé, los hombres siguen ocupados en los grandes afanes de la vida: fortuna, diversión, comida, sexo, clan familiar, negocios. El quehacer de ese trabajo es absorbente, de tal forma que se olvida la dimensión de profundidad: Dios que viene desde el fondo, Dios que llama y quiere convertirnos a la auténtica verdad de nuestra vida. Ante esta llamada pueden darse dos tipos diferentes de fracaso: el de aquéllos que están demasiado ocupados en sus cosas y simplemente prefieren no escuchar (como los habitantes de Sodoma); o el de aquéllos que escuchando en principio la llamada sienten la nostalgia del mundo que abandonan retornando hacia lo antiguo (la mujer de Lot). La venida del reino establece en el mundo sus propias fronteras. Los judíos suponían que la salvación se inclinaría hacia los hombres de su pueblo y mientras tanto los gentiles sufrirían la condena. La palabra de Jesús destruye esa confianza. Salvación y condena responden a la hondura radical de cada una de las vidas de los hombres. Por eso habrá dos en una misma cama: dormirán marido y mujer como formando un mismo sueño, envueltos en sus mismos ideales, llenos de las mismas esperanzas, virtudes y defectos; pues bien, el juicio pasará precisamente por el medio de esa cama, separando la actitud y la verdad de cada esposo. Lo mismo sucede con los criados que trabajan en el campo; o con las siervas que muelen en el cuarto más profundo de la casa: aparentemente han compartido unos valores y unos fallos; pues bien, el juicio les espera; en la hondura de su vida son distintos (17, 34-35). Ante una existencia semejante es necesario profundizar hasta las mismas raíces de la vida. Precisamente allí es donde se viene a decidir el juicio. Dios no se ocupa de apariencias, ni la vida de los hombres se realiza simplemente en esa altura. Lo que importa es la actitud, la decisión fundamental, aquella hondura en que se viene a decidir el verdadero valor de la existencia. Teniendo esto en cuenta, el texto nos recuerda dos verdades importantes, una de carácter más judío (17, 37) y otra de sentido ya cristiano (17, 33). La verdad judía ofrece una formulación enigmática: "Donde está el cadáver se reunirán los buitres" (17,37). La frase se concibe como respuesta a la interrogación de aquéllos que preguntan por el "dónde" del juicio. Con las palabras que parecen de un refrán antiguo Jesús ha respondido "en todas partes". Allí donde esté el cadáver (es decir, allí donde se encuentre el hombre) bajarán los buitres (vendrá el juicio de Dios a cada uno). Esta verdad ya la sabían los judíos; la iglesia vuelve a repetirla. Esa verdad está atestiguada en todos los estrados de la tradición evangélica: "El que pretenda guardarse su vida la perderá; el que la pierde la recobrará" (17,33; cf Lc 9,24; Mc 8,35, etc). Perder la vida significa entregarla como Cristo y con Cristo por los otros; recobrarla en el sentido y la verdad de nuestra Pascua. Desde aquí comprendemos que en el fondo todo el juicio de Dios sobre los hombres se identifica con la presencia y el influjo de la muerte y resurrección de Jesús sobre la historia (com., edic. Marova).

Afrontar la vida de forma irresponsable es una forma de inconsciencia que puede tener consecuencias funestas para la vida. Jesús nos invita a hacer memoria de las intervenciones de Dios en el pasado y desde ese recuerdo dar consistencia y solidez a la propia vida. La irresponsabilidad frente a los designios de Dios llevó a los contemporáneos de Noé y de Lot a una muerte funesta. A diferencia de ellos, los seguidores de Jesús deben comprender el tiempo presente como ámbito de realización de la salvación para sí mismos y para los demás. El tiempo entendido como oportunidad de salvación nos aleja de la despreocupación y de una vida “light” al que parecen conducirnos los valores vigentes en este momento de la historia. La exhortación a la huida de ese ámbito puede parecer un alarmismo excesivo. Y sin embargo, en ella reside la única forma en enfrentar los acontecimientos que debemos vivir. Como nos muestra el ejemplo de la mujer Lot, volver la mirada atrás abandonando el seguimiento de Jesús nos coloca en el peligro de la frustración y del fracaso. El tiempo es un don de Dios. Pero por su misma naturaleza está ligado a una tarea que debemos realizar. Para responder adecuadamente a ese don y a esa tarea, se exige de nosotros un compromiso en el que estamos obligados a empeñar toda nuestra fuerza y nuestra actuación. Sobre el grado de ese compromiso está presente la mirada divina sobre nuestra vida. La libertad que nos ha sido concedida no es ilimitada y debe adecuarse al querer de Dios acerca de la historia de los hombres (Josep Rius-Camps).

Si el Señor tarda en llegar, esperémoslo constantemente con gran amor, porque ciertamente Él vendrá con gran poder y majestad; pero no nos quiere encontrar embotados por las cosas pasajeras, sino vigilantes, como el siervo bueno y fiel a quien el Amo confió el cuidado de todas sus posesiones y de los habitantes de su casa. No nos quedemos sólo comiendo, bebiendo, casándonos, comprando, sembrando, construyendo, etc. Es cierto que no podemos detener el trabajo ni el avance tecnológico y científico. Pero para quienes hemos puesto nuestra fe en Cristo eso no lo es todo, sino que estamos llamados a perder, constantemente, nuestra vida en favor de los demás. Entonces, cuando sea el final, conservaremos nuestra vida eternamente escondida en Dios; ahí donde Cristo nos aguarda después de haber padecido por nosotros.

Esperamos alegres la venida de nuestro Salvador. Él llega a nosotros en cada Eucaristía que celebramos. Contemplando a Cristo llegamos a conocer el amor que Dios nos tiene. Por eso elevamos agradecidos a Él nuestra alabanza y le reconocemos como el Señor de nuestra vida. ¡Ojalá y alcancemos a interpretar los signos del amor y de la salvación, que Dios nos ha manifestado por medio de su Hijo, hecho uno de nosotros! Aceptarlo a Él y reconocerlo como nuestro Dios, como Camino, Verdad y Vida es no perder la oportunidad de que Aquel que es el esperado como Juez al final del tiempo, llegará para nosotros como Pastor Misericordioso para llevarnos, sobre sus hombros, de retorno a la Casa del Padre.

Esforcémonos constantemente por construir la ciudad terrena conforme a la orden inicial dada por el Creador al hombre: Domina la tierra y sométela. Pero no nos olvidemos que quienes creemos en Cristo, hemos sido convocados por Él para participar de su Vida y para ser enviados a construir, entre nosotros, el Reino de Dios. Sabiendo que el Señor se acerca a nosotros en cada hombre y en cada acontecimiento de la vida, sirvámosle con amor hasta que Él vuelva para dar a cada uno lo que corresponda a sus obras. Que no nos angustie la cercanía, o no, de la venida del Señor; que más bien nos preocupe entregar nuestra vida por Cristo y por su Evangelio: amando, sirviendo, socorriendo, alimentando, visitando, consolando a nuestros prójimos que viven desprotegidos. Esforcémonos también por construir un mundo más en paz y más fraternalmente unido por el amor. Entonces estaremos ciertos de que, al final, seremos de Dios y estaremos con Él eternamente.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de esperar, alegremente, la venida del Señor al final de nuestra vida para hacernos partícipes de los bienes eternos, reservados a quienes Él ama y le viven fieles. Amén (www.homiliacatolica.com).

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